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Desde que tengo uso de razón escucho a mis padres, a los amigos y a mis profesores hablar sobre la violencia con un viene desde antes... y sigo la mirada a diario por entre las calles de mi ciudad, en los diarios, en los ojos de las mujeres y en los comportamientos de los hombres que la consecuencia de la violencia se expresa a través del miedo, de un miedo que aterra, porque a nadie le interesa.

Una vez el escritor Gustavo Álvarez Gardeazábal decía que el miedo a morir por SIDA era menor porque se sabía que en cualquier momento estábamos a merced de esa otra violencia que arrebata la vida impunemente...y en cierta medida tiene razón. Bebemos, bailamos, gritamos, hacemos el amor con tanta rabia y pasión que necesitamos quedar exhaustos de vida, porque esta violencia no nos permite más, no permite que el amar sea largo y profundo, exultante y maravilloso; tenemos que amar como si fuéramos pordioseros, atragantarnos de alimento, de sexo, de amor, de cosas, de luz, porque el perpetrador está allí, necesitado de sangre inocente.

La violencia vive tan cerca de nosotros que necesitamos explicarla, creer que hay una razón valedera y cierta para que exista. Pero no hay caso, nada la justifica, ni siquiera nuestra justicia que es un manojo de hierba seca sin consistencia ni fruto ni verdor, seca. A esto hemos llegado desde hace tanto tiempo que anhelamos sobrevivirla, cuando sobrevivir a la destrucción no es un triunfo; ver la soledad en el silencio del individuo único y desolado es aún más triste porque no habrá una mujer ni un niño ni un árbol que te consuele. Estarás solo, escuchando el silbido del viento.

Hemos sobrevivido un día más y temo por los nombres de quienes no conozco, anónimos ellos, que no lo sobrevivirán... por eso nos cuesta vivir y más aún amar, porque amar es la horca de los asesinos, lo que ellos nunca poseerán.

La violencia nos atrapa, está presente con una constancia inmisericorde; sé que la veo lejos, pero está cerca. Nos toca parecida o distinta, justificable para unos, siempre terrible para todos. Y nos preguntamos qué hacer, cómo batallar…

Qué mis manos sean extensas y húmedas como un río, que mi boca sea tiempo, que nuestros lechos sean un barco a la deriva, que amar no sea una erección penosa sino la estación perpetua de nuestra vida.

Norman Muñoz Vargas

Ars longa, vita brevis