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A Tuluá la llaman El Corazón del Valle y por esa maravillosa frase uno espera que sea mencionada y recordada, porque si un extraño se da cuenta que ese paraíso existe, diría en el acto que una de sus metas es conocer tremendo lugar.

Antes de la gente, ese pedazo de valle era recorrido por un río caudaloso y estaba poblado por un verdor que se perdió por la acción de los hombres con su tecnología y consumo. Sí ese pedazo de verde que las tribus Pijaos utilizaban para su aprovisionamiento al igual que conquistadores, colonos y otras tribus, era la tierra del silencio y ahora es casi quimérico detectar la placidez que emana de su natural belleza; aún en las tardes y en las colinas de la cordillera central se puede sentir como palpita esta tierra con una tenacidad y a la vez dulzura, propia de las tierras vírgenes.

Este corazón del valle comenzó su particular enamoramiento con los hombres, cuando sus bondades estratégicas fueron tenidas en cuenta por todo tipo de individuos que desearon aprovechar los beneficios de la villa como punto de descanso, cruce de caminos, lugar de intercambio comercial y despensa para regiones con un desarrollo más notorio. Desde Tuluá la gente comentaba lo que pasaba en Popayán, Pasto, Cartago y Buga, luego Santiago de Cali y con el tiempo Manizales, Medellín, Pereira y Bogotá, aunque por estas tierras no pasara nada.

Tuluá no tuvo una fundación romántica y nació fruto de la necesidad, el azar y el favorecimiento por servicios prestados a los indios Mamas por su ayuda en la guerra contra los Pijaos y a partir de ese acto la ciudad se conformó y se hizo con hombres y mujeres que vieron en el lugar una oportunidad para vivir y progresar. Tuluá no era un pueblo de blancos o negros, no había nacido gracias a la fuerza de la conquista y posteriormente la colonia, tampoco había sido un lugar para establecer un poblado indígena importante, fue la necesidad de encontrar un sitio para ser hombre  lo que hizo del poblado de indios una ciudad pujante.

La ciudad se convirtió en el espacio para que cualquier hombre o mujer pudiera ser libre, porque a Tuluá arribaban aquellos que no veían una oportunidad para prosperar en las otroras ciudades importantes del Valle como Buga, Palmira y Cartago. Siempre la ciudad le ha dado la bienvenida a quien quisiese radicarse y como una ley no se le hace el feo al extranjero. Y desde la guerras intestinas de la patria, la colonización antioqueña y los años posteriores a la violencia partidista la ciudad fue nutriéndose de personas y personajes que para bien o mal hicieron de la ciudad lo que en el momento la hace un punto estratégico para la economía de la región.

Si bien la ciudad se nutrió con los vecinos y con los extraños, que como cazadores de fortuna necesitaban de un lugar que les cambiara su vida y pudieran probar suerte, la verdad era que Tuluá se convirtió en esa madre que acoge al que huye, al perdedor, al que quiere probar suerte, al intrépido y sobre todo al que no tiene nada más que su deseo de vivir y ganar.

La colonización antioqueña fue uno de los hitos más interesantes de la conquista del territorio colombiano por ser un movimiento que se dio casi de manera pacífica. Antioqueños con ganas de colonizar a punta de hacha y machete fundaron poblados y ciudades, ganaron territorios abandonados por los indios, menguados por las enfermedades y la pobreza, y lo más importante, impusieron parte de su cultura y modo de ver el mundo. No sólo le dieron forma a la geografía de la cordillera central sino que convirtieron a Barragán en la despensa de Tuluá. Descendientes de esa colonización trabajan y hacen de la agricultura y sobre todo de la ganadería uno de los renglones más importantes de la economía centrovallecaucana. De esos colonos que se aferraban a su cultura campesina, algunos se radicaron en los poblados del valle y especialmente en Tuluá, los otros sabían que su esencia era continuar su vida en el campo.

Todo iría muy bien si esa dinámica hubiera continuado de esa manera, pero las guerras civiles, la violencia partidista y el nuevo conflicto con las guerrillas comunistas,lograron que los desplazamientos de grandes grupos poblacionales en un principio y luego ese ir y venir de núcleos pequeños de familias fuera de unas proporciones solo comparables con la situación africana.

Muchos abandonaron Tuluá por la violencia partidista y otros llegaron, en silencio, y lo hicieron muy bien; en tanto las décadas del cincuenta y sesenta aguantaban el temor de ser asesinados por su confesión política.

Francisco Elejalde fue un ejemplo de aquellos desplazados por la violencia. Cuando las cuadrillas de bandoleros asolaban Ceylan la familia se ocultaba en el espeso cafetal, pero el continuaba viviendo, sin faltar eso sí a misa. Sólo que un día tuvo que salir de la finca con sus hijos y mujer a radicarse en Tuluá, después del incendio del pueblo. Tuvo que vender su propiedad a precios irrisorios y dejar las cargas de café en manos de facinerosos. Francisco era uno de esos hombres que había bajado de uno de los pueblos de Antioquia, Rionegro, para crearse un futuro siendo más joven y la violencia se lo arrebató. Él dio batalla y se convirtió en un gran caficultor en las faldas de la cordillera muy adentro de San Pedro, Valle, pero nunca olvidó que a pesar de todo Tuluá le tendió la mano de una u otra manera.

Fueron muchos los que huyeron, pero estos se trasladaban a otros pueblos y en silencio ocultaban sus más recónditos pensares. Para la época de la violencia partidista algunos de los que construyeron la actual ciudad, salieron corriendo de sus pueblos natales. Uno de los comerciantes que amó a Tuluá y que lo llamaban “El principal”fue sacado de su pueblo, Guatica, una noche envuelto en una manta y escondido en un trasteo. De ese pueblo anclado en la cordillera del gran Caldas familias como los Guevara, los Ramírez y los Maldonado se hicieron de un nombre y aportaron decididamente al crecimiento de Tuluá.

Sin embargo, son unos pocos nombres de tantos que migraron y se quedaron, y tendríamos que hurgar en la memoria para narrar sus hazañas. Los nuevos desplazados ven en Tuluá una especie de paraíso, porque los marcados por la violencia nunca han dejado de estar presente en nuestra patria, van desde los afros descendientes hasta los campesinos de la costa caribeña y  los llanos orientales. Algunos triunfan y otros se van, lastimosamente una minoría ve en este fértil valle un lugar para su teatro criminal.

Así, nosotros los hijos de Tuluá somos la semilla de todos los migrantes que hicieron del centro del Valle lo que en la actualidad es. Una ciudad que más parece un puerto sin mar y con un cielo tan azul que la luz del sol es tan distinta como el color de ojos de sus mujeres.

Norman Muñoz Vargas