El Agente
El hombre suspiró y estiró el cuerpo, permitiendo que el agua tibia estimulara su sed de misterio; así los sentidos retomaban su agudeza propia, dando al traste con cualquier inseguridad y dada su sensibilidad para los deleites, gozar del baño matutino.
Notaba como su cinismo corporal lo delataba. Las cirugías de las heridas y el sucesivo cansancio de sus piernas le alertaban de un pronto retiro, añoraba las miradas directas y flameantes de las agentes que retornaban más como recuerdos y no figuras del diario vivir. Se sorprendía de pensar como un jubilado. Aunque sabía, un secreto a voces, que el mundo por mucho que cambiara siempre necesitaría de sus servicios; mantenerse vivo en el nuevo orden era su prioridad.
La bañera se agitó cuando Sam, la agente asignada al Caribe, rozó el borde... tenía puesto un pantaloncito azul y una camisilla sostenida por dos hilos delgados que se unían en un moño en la nuca, insinuando las laderas de unos senos turgentes. Sus despreocupantes movimientos no distraían las inquietudes del hombre y ahondaban su distanciamiento del deber, así la soledad y los beneficios un tanto amargos de la profesión, fueran un lastre imposible de dejar, pero su única forma de situarse en el mundo. ¿Retirarse? No era más que un pasaporte al discreto funeral de los ex agentes.
Ya el hombre que había sido partícipe del equilibrio del mundo, un héroe, no era aceptado y su existencia era una situación molesta. Aunque no era romántico ni aventurero sí votaba por la tranquilidad, pero intuía un fin vestido de traición.
En las continuas operaciones de la agencia en el Caribe, Sam, realmente había sido asignada en una decidida labor de conocimiento del agente y con la misión de guardar su espalda, aunque con la posibilidad de ser su posible ejecutor y con certeza, para él, una excelente... ya el señor Bond había decidido desde hacía un par de noches devolverse a sí mismo: no para bien del mundo sino a quién le interesase.
Mientras el agua se enfriaba, la mujer repasaba con los dedos su piel tostada, para luego deslizar su cuerpo en la bañera con toda su calentura. El hombre sabía que la daga que ella había escondido en el borde de la bañera era el instrumento asesino y todo dependía, como siempre, de seducir al verdugo...
Norman Muñoz Vargas